La semana pasada asistí a una reunión familiar: a una reunión de primos y primas, para ser más exacto. La invitación me tomó por sorpresa, ya que desde hace muchos años no veo a varios de ellos. La ocasión parecía propicia: tres primos, con sus respectivas esposas o parejas de turno, regresaban al Perú para pasar las fiestas de Fin de Año. Uno de ellos, que vive en Nueva York, decidió juntarnos a todos bajo el amparo del pisco sour y de los bocaditos que seguramente compró en Metro o Plaza Vea.

Lo curioso del asunto es que, ya con varias copas encima, resultaba notoria la tendencia al incesto. ¿Quién no ha fantaseado con la prima en vestidito verde que nos visita el día de nuestro cumpleaños? Las insinuaciones y coqueteos se tornaban intensos con el pasar de las copas y de las risas. Cada mirada, cada gesto, traía consigo un vientecillo de lujuria. Si en aquel momento nos hubiésemos olvidado de la consanguinidad, la velada habría terminado en una danza frenética bajo la luna y con los corazones abiertos por el placer culposo. Pero la vida y los cánones sociales (o parámetros) nos obligan a bajar las revoluciones del espíritu y a comportarnos como nos lo indican algunos manuales en desuso.

Luego de soportar un par de preguntas impertinentes, de reírme con las ocurrencias de algún cómico improvisado, y de alternar miraditas y guiños con primas poco precavidas me retiré de aquella casa barranquina donde había transcurrido casi toda mi infancia, y donde ahora solo quedaban regueros de un tiempo ido y que jamás volvería a recuperar. No soy ningún Marcel Proust ni tengo la ambición de retratar a la sociedad contemporánea. Mi único objetivo es el de divertirme un poco recordando a la prima con la falda subida de tono y de lamentar el no haberme atrevido a sacarla de allí y llevármela a otra parte. Para otra vez será, mi querida selvática de cejas negras; para otra vez será.