Hace unos días, amparado bajo la excusa de esperar a una combi, me entretuve leyendo algunos titulares amarillentos que se derretían en un puesto de periódicos barranquino. Como se podrán imaginar, no había ninguna novedad. Todo era lo mismo: el fin del mundo se acercaba. Sin embargo, una de las noticias de “El Chino” atrapó en un instante mi atención. Según contaba uno de los redactores alucinados de ese tabloide, ya se han cumplido las cinco profecías anunciadas por el arcángel Anariel. ¿Quién carajos será ese tal Anariel? Tal vez el papa lo sepa. En todo caso, el arcángel desconocido anunció estas cinco visiones:

1) “Los ríos se convertirán en barro”.

2) “Se congelarán árboles y hierbas”.

3) “Hambre horrible azotará la Tierra”.

4) “Jamás encontrarán tantos muertos en una noche, en un día, en un año”.

5) “Una nación barrerá a otra”.

Está claro que todo eso ha ocurrido y seguirá ocurriendo en la historia de la humanidad. ¿Cuántas inundaciones no han arrasado con pueblos enteros? ¿Cuántas heladas no han dañados cientos de sembríos? ¿Cuánta gente no ha muerto de hambre? ¿Cuántos miles no han caído fulminados en noches de verano como esta? ¿Cuántas naciones no han acabo anteriormente con otras? Desde el momento en que el hombre comenzó a caminar erguido, inició su larga y desesperada carrera por autodestruirse. La diferencia radica en que ahora podemos televisarlo o subirlo al Youtube. El fin del mundo nos acompaña a cada paso porque nosotros mismos encarnamos al fin del mundo: somos la bacteria que mata por dinero, la gripe que contamina ríos, la malaria que sacude la selva; somos todo aquello que representa la desgracia ajena y luego nos vamos de compras y nos decimos al oído: “Mañana salvaremos al mundo, mañana”.