Inocencia infantil
Hace un par de años publiqué “Los mutantes”, una pequeña novela donde se propone el fin de la infancia a los nueve años. Cuando la escribía, pensaba más bien en algunas caricaturas televisivas y en mis recuerdos de la Primaria. Ahora que un sobrino mío tiene esa edad, me pregunto cuán errado o acertado estuve al sostener que los niños perdían a los nueve años aquello que por razones sociales hemos denominado la inocencia infantil.
Esta crónica se inicia en el malecón de Miraflores. Lo menciono porque curiosamente es el mismo escenario donde se desarrolló la crónica “Bananín” que postié en este blog el mes pasado. Llegué hasta allí con mi sobrino que en julio cumplirá diez años. Fui a buscarlo a su casa para jugar con él, como lo hago desde que tiene tres, y lo llevé hasta ese parque miraflorino para que dejase de lado por unas horas los juegos en línea y se ocupe de su realidad física. Debo confesar que en mi decisión de llevarlo allí también influyó mis siempre entusiastas ganas de ver la hora en que el mar se traga al sol.
Los niños correteaban de aquí para allá. La mayoría de ellos, con sus empleadas: algunas uniformadas y otras no. Incluso había algunos, menos afortunados, que jugaban con cualquier chapita mientras sus madres vendían gaseosas heladas. Parecía el ideal de una sociedad no clasista, donde no importaba el color de la piel, de los ojos o del cabello. Aunque una cosa sí estaba clara: las niñas dirigían a los niños.
Mi sobrino, luego de subir y bajar el tobogán-dragón, y de navegar sobre el bote pirata, encontró una parejita de hermanos que jugaban a los Bakugan. Le encanta los Bakugan. Dice que son lo máximo. Yo no le creo, pero le sigo la corriente. Cuando yo tenía su edad, lo máximo era transgredir el límite de la cuadra en bicicleta. Pero a él ni siquiera le interesan las bicicletas.
Yo me entretenía mirando al mar y a las turistas que paseaban en pantaloncillos diminutos, cuando noté que mi sobrino perseguía a una muchachita de vistosos cabellos negros y ojos tan verdes como las uvas. Eran tres: la muchachita, su hermano y mi sobrino. Al parecer, discutían sobre cuál elemento se imponía sobre el resto en el Bakugan: “Tierra mata agua”. “No, Fuego mata Tierra, Agua mata Fuego”. Y luego, se entregaban a ritmos acrobáticos mientras gritaban aquellos sortilegios incomprensibles que tienen a los viejos elementos como partes del juego.
Entonces, decidí posar mi atención sobre la conducta de mi sobrino, quien hasta hace poco me decía que todas las niñas le parecían horribles. Sin embargo, aquella tarde fue evidente que se había despertado en él la humana condición de perseguir a las muchachitas en flor. Ella, en cambio, adoptada el otro lado de la moneda en este bizarro juego del enamoramiento: escapaba. Por cada intento de mi sobrino, ella inventaba una manera más de evadir sus preguntas y miradas, sus deseos y tentaciones. Ninguno de los dos tenía plena conciencia de lo que allí estaba sucediendo. Era como ser el testigo privilegiado de aquel extraño mecanismo que se activa cuando nacemos a la vida erótica. Mi sobrino perseguía y ella escapaba: la eterna dialéctica del amor, el riguroso aprendizaje de la humanidad y, tal vez, la única verdad que poseemos en esta vida llena de juegos virtuales.