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La soberbia inteligencia

Publicado: 2010-04-08

Ya es de noche y la gente sale de sus casas con la prisa de quien lleva el pan para los suyos. Ya es de noche y por aquí solo quedan un par de botellas vacías y un jarabe para la tos que me borra el apetito. Ya es de noche y la noche no me quiere más entre sus pliegues. Me siento, entonces, a escribir un par de líneas que desdibujan mi pensamiento. He pasado el día entero tratando de encontrar un buen inicio para esto que me carcome hasta los dientes, pero solo he podido arrojar este mamotreto. Pretendo ser honesto y, tal vez, en esa pretensión fracasen mis intentos. Quiero decir que soy un hombre; quiero decir que fui un niño; quiero decir tantas cosas que mis palabras me entorpecen. En todo caso, empezaré por declarar que tengo miedo: tengo miedo de ocultarme en mi soberbia.

Pasé varios años de mi vida encerrado en mi propia fantasía literaria. Quise ser poeta y derrapé en el asfalto; quise ser humano y fracasé en lo más simple; quise amar y no supe darme cuenta de que el amor no estaba en las palabras. Me armé contra la justicia y suscribí la indignación de los malditos. Fui soberbio, engreído y malcriado. Creí firmemente en el poder de la inteligencia. Desprecié con todas mis fuerzas a los humildes: los escupí, vomité y humillé. Mi saber acababa donde nacía mi ombligo y me arrojé la vana tarea de juzgar la voluntad del mundo. Llegué a creer en la superioridad de mi intelecto y caminé por los suburbios con el paso cansado de quien lo ha visto todo. Cuando visitaba el patio universitario, solía burlarme de los estudiosos y de quienes creían que escribir un poema los convertía en poetas. Visité los bares y rompí las botellas con el gesto endiablado de la cocaína. No existía para mí otro mundo que mi propia ignorancia.

Ahora, que paso las tardes anaranjadas rumiando al tiempo entre mis dientes, comprendo que fui uno más de aquellos que por despecho alzaban la nariz para criticar e insultar el trabajo ajeno. Tuve una actitud arrogante: fui soberbio, orgulloso, despiadado. Nada de lo que me rodeaba era lo suficientemente bueno para detenerme a contemplarlo, tuve una visión estrecha de la vida. Perdí muchos años creyendo que la sabiduría estaba entre las páginas de los grandes rapsodas y desprecié el saber de quien humilde canta a la belleza de las cosas simples. No supe distinguir entre la inteligencia y la soberbia. Creí que una suponía a la otra. Hice de mi cuerpo el templo de mis vicios y de mi ignorancia el estandarte de mis defectos.

Hoy, en que me detengo a saborear el olor de los limones y de las peras podridas, sospecho que la soberbia no es más que el escudo con el que ocultamos nuestras propias falencias: el hombre desprecia y humilla todo aquello que no comprende, todo aquello que escapa de sus manos. La sabiduría no está en las bibliotecas ni los bares; la sabiduría no está en los coloquios de hombres sabios ni en los caprichos de los genios; la sabiduría, si existe alguna posible, se aleja de los espíritus arrogantes que, como yo, creyeron poseer la verdad acuñada por los dioses. Nada me queda ahora, sino librar una batalla frente al espejo y declararle a mi soberbia la más encarnizada de las guerras. Que el tiempo se encargue, entonces, de arrojarme una respuesta.


Escrito por

Mariano Vargas

Autor de las novelas cortas "Los mutantes" (2008) y "Homo demens" (2010)


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