Dolce & Gabbana
Mañana por la mañana, cuando todos hayan abandonado la casa para ir a sus labores, bajaré a la cocina y me prepararé un copioso desayuno. Luego de ello, saldré al jardín, donde mi padre ha sembrado un limonero, y aspiraré el olor del pasto húmedo y de los limones que a esa hora arrojan un tufillo ácido parecido al de la melancolía. Con la piyama aún puesta, leeré el periódico y me escandalizaré con sus denuncias. Luego regresaré al cuarto y, al cabo de una breve pausa frente al espejo, examinaré mi rostro lleno de lunares y pústulas y verrugas. Entonces, sentiré el peso de los años agobiándome la espalda, me creeré absurdo, renegaré de la Iglesia, escupiré al cielo, maldeciré su nombre y me entregaré a la autocompasión reparadora por unos minutos.
Después, cuando el sol despunte sobre los cerros, abandonaré mi lastimera actitud matutina e iré al baño. Allí procuraré ser más sensato y tomaré una ducha helada, luego de la cual me afeitaré evitando cortar las verrugas y las pústulas y los lunares peludos y llenos de rabia. Saldré del baño e iré a mi cuarto, me observaré desnudo durante unos minutos o tal vez media hora, seleccionaré con cuidado una corbata, una camisa celeste, un traje gris. Al cabo de esa faena, colocaré mi billetera en uno de los bolsillos del saco y rociaré mi cuello con un perfume Dolce & Gabbana que le compré alguna vez a un amigo venido en desgracia. Me calzaré los zapatos de cuero lustroso que tengo preparados desde la noche anterior. Apagaré el celular y cerraré con llave el cajón de mis pertenencias íntimas. No dejaré ninguna nota, no escribiré nada, no explicaré nada.
Una vez en la calle, caminaré hasta la avenida más próxima y abordaré un taxi. Le pediré al conductor que me lleve a la tienda de escopetas del Óvalo Higuereta. El taxista me mirará con asombro desde su espejo retrovisor, pero yo no tendré ningún gesto amable para mostrar. Pagaré con un billete de diez soles y dejaré que conserve el cambio. Saldré del auto e iré con resolución hasta la tienda de escopetas que he seleccionado, de entre muchas, en el transcurso de mis múltiples devaneos. Conversaré con el dependiente y le contaré alguna historia de cacerías mitológicas: le caeré bien, me calificará como a su hermano. Luego, le ofreceré una buena propina con el fin de que me venda una escopeta sin tener permiso para portar una. Le estrecharé la mano y me marcharé con el paso cansado a lo largo de toda aquella acera inmunda que rodea al Centro Comercial Higuereta.
Cuando haya acabado con todo eso, abordaré otro taxi y le pediré al chofer que me lleve hasta la avenida Corpac, donde trabajo de lunes a sábado en una asfixiante oficina de la Fundación Telefónica. El jefe de sección llegará hasta mí con el ánimo exaltado por esta evidente falta de compromiso: me reclamará la tardanza abusiva, dirá que soy un flojo, un haragán. Después de eso, llamará a su secretaria y le ordenará que lleve todos los documentos necesarios a su oficina para autorizar mi despido. Entonces, con suma parsimonia, desenfundaré la escopeta y descargaré sin rabia un par de tiros sobre el rostro de mi jefe. Luego, cargaré nuevamente el arma y buscaré la oficina del gerente y haré lo propio con él. Todos se quedarán observándome tendidos en el suelo: pensarán que he enloquecido, creerán que será mejor no decirme nada ni pararse ni mover un dedo; pero yo no tendré ojos para ellos, estaré ocupado pensando en la mejor manera de descerrajarme la frente. Me sentaré en el piso, apoyaré mi espalda contra un muro de concreto, escucharé el sonido de las sirenas que vienen a buscarme y entonces gritaré que mi perfume es Dolce & Gabanna, maldita sea, que es Dolce & Gabanna.