¿Proactividad o auto-esclavización?
Durante las últimas celebraciones por el día de la madre, estuve en casa discutiendo con mi hermano mayor sobre el novísimo concepto de “proactividad”. Hasta ese instante, no me había percatado de lo engorroso que resultaba asumir una postura en torno a este tema. Para mí, que soy un empleado, la “proactividad” es una forma novedosa de llamar a la antigua y desprestigiada explotación laboral. Para mi hermano, que es un pequeño empresario, el asunto pasa por la responsabilidad del trabajador y el deber que este tendría que asumir con respecto a la empresa para la cual labora.
La discusión de sobremesa no pasó de los límites que imponen la cordura y la cortesía en el día de la madre, quien, por su puesto, nos pidió con mucha gracia que cerráramos la boca. Como la discusión fue censurada casi en el punto mismo de su nacimiento, quedé con muchas ideas sueltas que recién ahora me atrevo a ordenar.
Tal vez me equivoque o no llegue a ver el asunto desde todas sus dimensiones, pero por más que me esfuerce en asumir el papel de mi hermano recaigo en la misma afirmación: la “proactividad” no es otra cosa que una forma solapada de explotación. ¿Qué significa, si no, el sobre-tiempo no remunerado? ¿Qué significa, si no, la disposición absoluta para asumir cualquier cambio en el horario previamente establecido? ¿Qué significa la renuncia a los derechos laborales?, ¿el compromiso empresarial?, ¿la sonrisa matutina?, ¿la reuniones interminables?, ¿las capacitaciones absurdas? ¿Qué significa, entonces, todo eso si no una manera sofisticada de ejercer el poder sobre el empleado? Y lo más asombroso del asunto no recae en el ingenio del explotador, sino en la candidez (léase estupidez, servilismo, temor) del explotado. El empleado asume todos esos “requerimientos” con una alegría sobrecogedora.
Conozco a muy pocas personas que deciden salir a la hora pactada en sus contratos, que no llevan la franela hasta sus oficinas, que olvidan sonreír al jefe, que se declaran ausentes de interés. Por el contrario, es frecuente observar a quien, llevado por la fantasía del ascenso, propugna la mejora de los servicios a costa su propio estrés y saturación. Resultan cotidianos los mercenario que alzan la mano para proponer esfuerzos extras. Ya no es el patrón quien obliga a trabajar más de lo necesario; ahora es el propio asalariado quien, con una sonrisa pagada en cómodas cuotas mensuales, decide dejar de lado su propia vida y creer que el único camino posible es el de la auto-explotación, porque detrás de él habrá cientos de individuos deseosos de ponerse las rodilleras.