Sobre la intolerancia

Publicado: 2010-09-10

Hace algunas semanas, conversaba con unos compañeros de la Alianza Francesa sobre la prohibición de fumar en lugares públicos y abiertos como el patio de nuestro centro de idiomas. El tema llevó a otro tipo de restricciones y estos, a su vez, al siempre problemático y manido asunto de la legalización del cannabis. Mis compañeros de carpeta, autoerigidos como defensores de la moral y las buenas costumbres, condenaron el uso de esta planta por considerarla corruptora del pensamiento, de la conciencia y del orden social. De acuerdo con sus palabras, la marihuana es la principal responsable de los actos delictivos que se cometen en la capital: “Los drogos se prenden antes de asaltar o violar”. Una sentencia como esa obliga a pensar en las asociaciones preconcebidas que se tienen sobre las drogas. A saber: todos drogadictos son delincuentes y todas las drogas son iguales. Ese tipo de cosificaciones no contemplan los matices ni se preocupan por establecer diferencias entre los usos de las distintas sustancias psicotrópicas.

Bajo ópticas como aquella, la historia de la humanidad ha visto desfilar frente a sí hogueras o campos de concentración como medidas oficiales de control social. Con discursos intolerantes como ese, se justificaron los peores crímenes y los atropellos más brutales contra la libertad individual. Se suele esgrimir que los partes policiales arrojan intoxicación por drogas en aquellas personas que han cometido algún delito. Ese es uno de los principales argumentos de quienes justifican la prohibición del consumo de cannabis: los delincuentes fuman para delinquir. Sin embargo, habría que investigar un poco más y darse cuenta de dos hechos gravitantes. Uno: los partes policiales declaran intoxicación con Pasta Básica de Cocaína, que es una sustancia completamente diferente a la marihuana. Y dos: el efecto del cannabis es sedante, por lo que su consumo entorpecería el acto delictivo; es decir, habría que ser muy despistado para fumar marihuana antes de asaltar, robar o cometer cualquier vejamen. De ambas afirmaciones se colige que la asociación marihuana–delincuencia nace como producto de la ignorancia de aquellas personas que, sin saber sobre el tema, se atreven a alzar la voz para condenar lo que no conocen.

Otra de las declaraciones que llamó vivamente mi atención involucra a la sexualidad y a cómo esta es vista por parte de quienes persiguen que se juzgue todo desde su propia moral, única e indivisible: una moral conservadora, arraigada en cierto espíritu colonial y estancada en una visión dogmática del mundo. Según contaba una de las chicas del instituto, una amiga suya se entregaba al primero que veía cada vez que se dejaba llevar por la embriaguez cannábica. A esta compañera le parecía atroz el efecto que la marihuana producía en su amiga: la promiscuidad. En seguida, pienso en dos cosas. Uno: la promiscuidad es una degeneración. Y dos: la culpa de esa degeneración no recae en la persona, sino en una sustancia ajena. Al parecer, la gente no es capaz de asumir el costo de sus propias debilidades y prefiere culpabilizar a una sustancia inanimada.

No es mi propósito justificar las adicciones ni los comportamientos aparentemente desviados. No me interesa promover el consumo de la marihuana ni, mucho menos, incentivar la violencia. Todas aquellas preocupaciones me son ajenas. Me importa un rábano si el cannabis propicia la promiscuidad o si acrecienta la flojera. Solo pido que se me deje en paz, tal como lo pidiera, en su momento, Antonin Artaud en su genial ensayo sobre la liquidación del opio. No pienso tolerar la intolerancia de quienes asumen papeles paternales y cuestionan mis elecciones. No pienso tolerar a quien se cree con el derecho de lanzarme frasecitas del tipo “¿tan aburrida es tu vida?”. Hasta el momento, había asumido un férreo silencio frente al tema, porque me parecía un poco ocioso ahondar en él. Pero ante estas manifestaciones de incomprensión y estrechez mental, declaro mi intolerancia contra la estupidez, contra la  simpleza del pensamiento y contra la ignorancia.

Todas aquellas posiciones radicales terminan por generar una sociedad basada en la represión y en el auto-convencimiento de que existe una única moral con la cual juzgar al mundo. Así empezaron las dictaduras más escalofriantes del siglo que acaba de terminar y así seguirán formándose los próximos sometimientos, porque el poder es ciego y encuentra eco en las almas tristes y abandonadas a la rabia.


Escrito por

Mariano Vargas

Autor de las novelas cortas "Los mutantes" (2008) y "Homo demens" (2010)


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