Perdón por la tristeza
Perdón por la tristeza, por el silencio incómodo, por la canción de Bernard Herrmann. Perdón por el blues y la serenata nocturna, por el callejón sin salida que nos impidió el amor, por los retazos de felpa que no alcanzaron para remendar el abrigo. Pido disculpas por la carta que no llevaba tu nombre, por la foto de mi niñez recortada en cien palomitas veraniegas, por el muñeco de trapo que asustaba tus noches. Me excuso por las promesas en bicicleta que nunca pude cumplir, por mi sonrisa estúpida al caer la tarde, por mis notas disonantes en el alfeizar de la ventana. Perdón, digo, por mis ojos grises y por tu melena cansada de tanto trajinar sobre mi ombligo.
Quisiera arrugar mi frente con la risa cálida de un domingo sin fútbol, nadar a contraluz en la alberca de San Jacinto, observar por el telecopio los días de la luna. Pero no puedo. Quisiera arrastrar hasta mis pies las voluntades de los fuertes, someter a la ignominia la indiferencia de los santos, declarar en huelga la virilidad de los obreros. Pero me sospecho incompetente. Quisiera abandonar —con o sin razón— la violencia de mis puños, quemar con alcohol isopropílico el viento de mis pulmones, insuflar en mis riñones el polvo mágico de las hadas. Pero me siento absurdo.
Perdón, una vez más, por mi salud amarga, por mi sonambulismo, por mis cuotas a largo plazo. Pido disculpas por las afrentas contra Tebas, por la Tierra de los muertos, por los estudiantes aplastados. Me excuso en nombre del asfalto, en nombre de la pólvora, en nombre de la vida. Perdón por la nostalgia, perdón por el remedo, perdón por la tristeza.