Y se llama Perú...
Esta semana, he comenzado a asistir a unas clases de boxeo. Mi psicoterapeuta me lo recomendó. Sé que suena gracioso y hasta un poco frívolo, pero así son las cosas. Me dijo que sería de gran ayuda que descargara toda mi cólera sobre un saco de arena. Y así lo estoy haciendo.
El gimnasio donde ensayo mis rectos de izquierda está a unas cuadras de mi casa. La primera vez que fui, le dije al recepcionista que necesitaba golpear un saco. Además, añadí que no me importaba aprender a boxear; que lo único que me interesaba era dar de puñetazos durante media hora y que, además, quería hacerlo en cualquier momento en me diera la gana. El encargado, muy solícito, me informó que no había ningún problema. Me dijo que, de hecho, podía arreglar un plan especial para mí. Y, acto seguido, inició una larga enumeración de las bondades del Gym21. Antes de que largara a describirme, punto por punto, cada una de las funciones de las maravillosas máquinas con las que está poblado el gimnasio, le señalé tajantemente que mi único interés radicaba en descargar todo el estrés y la furia que acumulaba durante el día; y que para hacer eso, necesitaba golpear algo, lo que sea.
Al día siguiente, se lo conté a un amigo mío, que ha vivido en Francia durante casi veinte años. El primer comentario que me hizo no estuvo relacionado al precio o a la rutina que ofrecía el Gym21. Lo primero que me comentó fue que en Francia jamás me hubieran hecho caso si me acercaba a un gimnasio y pedía golpear un saco de la manera en que lo hice. Me aseguró que cualquier encargado se hubiera limitado a informarme sobre los horarios y las tarifas vigentes, pero que jamás a nadie se le hubiese ocurrido adecuar sus reglas a las necesidades del cliente. Entonces, reparé en lo acostumbrados que estamos a la trasgresión. En el Perú, quebrar la norma es la ley con que se logra la convivencia: todo puede ser modificado; todo es susceptible de cambio. Y, tal vez, sea la única forma que tenemos para sobrevivir en este universo de consumo sin ser marginados ni olvidados. O, al menos, no del todo. Si no fuese por la trasgresión de la norma, jamás hubiera podido ver muchas de las viejas películas de Woody Allen o descubrir a Jim Morrison cuando tenía quince años.
Mañana iré a golpear ese saco hasta que se hinchen mis nudillos. No me interesa la técnica: mientras pueda golpear, todo estará bien para mí.