Eva Ayllón conquista París
un acercamiento a las migraciones contemporáneas
Eva Ayllón cantará en París el 26 de julio de este año. Hace algunos meses lo hizo Rossy War. Y desde hace algunos años, distintos cantantes lo vienen haciendo. Siempre con la misma publicidad: Perico de los Palotes conquista París. O en otros casos: Madrid o Milán o Nueva York, e incluso Tokio o Pekín. ¿Qué significa eso para los peruanos? Orgullo. Alegría. Regocijo. ¿Y para los parisinos o madrileños o pekineses? Nada. No significa nada, porque en realidad ni se enteran de que Eva Ayllón o Rossy War o Perico de los Palotes estuvo de gira por su ciudad. De ello sólo nos enteramos, según sea el caso, los peruanos o los bolivianos o los argelinos o alguna otra de las miles de comunidades que habitan diseminadas sobre el planeta, desde la Tierra del Fuego hasta los Balcanes.
Me explico mejor: el mundo atraviesa tal periodo de migración que es imposible hablar de comunidades atadas a territorios nacionales. Las comunidades ahora son móviles, se desplazan en el espacio y se instalan en nuevos territorios. Por supuesto, las migraciones existieron desde siempre, desde que Lucy aprendió a ponerse sobre dos patas y caminar. Lo interesante de nuestros tiempos es que lo hacemos con mayor intensidad, algarabía y exhibición. La tecnología ha favorecido esta movilidad, incluso a contramarcha de las tendencias políticas en los países del norte, donde el acceso se encuentra ciertamente restringido. Las telecomunicaciones juegan un papel importante en esto: han permitido el intercambio inmediato de información, lo que genera un estado ilusorio de “integración global”, un instante en el que es posible ver y escuchar lo que sucede a miles de kilómetros. Así, hablar por skype, compartir fotos en redes sociales o llamar a casa un domingo por la tarde son actividades cotidianas que crean la ilusión de cercanía.
Si bien centro mi atención en las comunidades latinoamericanas que pueblan Europa, también podría decir lo mismo sobre las árabes o africanas. O incluso sobre estas mismas comunidades en Estados Unidos o Australia. Lo que me interesa resaltar es este hecho: Eva Ayllón no cantará en París. Eva Ayllón cantará en la comunidad peruana de París. Y los peruanos tomarán cerveza ese día (tal vez yo también lo haga) mientras corean Ritmo, color y sabor o Nada soy. Pero el resto de los habitantes de París —argelinos, congoleses, mexicanos, pakistaníes, turcos o franceses, quienes, por cierto, no representan a la mayoría— vivirán un 26 de julio cualquiera, y también un 28, mirando la televisión o caminando por Châtelet, mientras una tal Eva Ayllón le arranca lágrimas a quienes ya llevan décadas en el “extranjero”, una palabra a la que cada vez le encuentro menos sentido.
El nuestro, para usar una expresión acuñada por Amin Maalouf, es un mundo poblado por “tribus planetarias”. Poblado por comunidades que se desplazan a lo largo y ancho del globo y que cargan consigo su historia, sus costumbres, su mundo. Estas comunidades crean redes de trabajo, de vivienda, de recreación. Se mueven de un lado a otro, saltan las fronteras alegremente. Pero nunca olvidan sus orígenes, lo que crea cierta sensación de armonía. La realidad, sin embargo, es otra. La realidad es que las tribus planetarias se acostumbran a vivir en guetos, en espacios impermeables al entorno social, al mundo que los rodea y que les exige visas, contratos de trabajo, recibos de alquiler o cuentas bancarias. Son frecuentes las historias sobre migrantes que, luego de un largo periodo de estadía, no han logrado aprender la lengua del país en el que residen; o sobre otros que llegan a casa luego de una jornada de trabajo y se sientan a escuchar o a ver (como hago yo) algún programa de su país natal. La información se mueve a través de redes. Y muchas de estas redes se tejen alrededor de sentimientos nacionales. El cebichito, la chicha de Chacalón o Macchu Picchu son símbolos de una identidad atada a un territorio, pero trasplantados en otro. Lo pongo de este modo: un peruano residente en el extranjero integrado a la comunidad de peruanos que se crea allí vive en un Perú exportado, transnacional, planetario, sigue leyendo El Comercio o La República o El Ajá —cada vez más parecidos todos, por cierto—, sigue comiendo lomo saltado o papa a la huancaína, sigue bailando chicha o salsa, y lo más increíble: sigue comprando lo que a su nostalgia se le antoje, incluso maíz morado. Todo esto no hace sino poner en evidencia el fracaso del proyecto multicultural europeo. Esta es la consecuencia de los guetos, de las zonificaciones residenciales. Y ni hablar de las escuelas y autos quemados en los barrios periféricos.
Quiero ser claro. Los migrantes nos buscamos entre nosotros, no sé si por simpatía o por soledad, pero sí por la necesidad de integrar redes. El sistema de vivienda, por ejemplo, o el de salud o el financiero, ninguno incluye al migrante sin papeles. Esta forma de exclusión obliga a crear redes de subsistencia: sin papeles nadie te rentaría un metro cuadrado de su cocina, pero seguro que alguien de la comunidad peruana o magrebí, según sea el caso, podrá ayudarte a solucionar el problema. Mi crítica, si alguna la hay, no se dirige a los migrantes, sino a un sistema económico, político y social que estimula la creación de guetos y que encierra a la población “extranjera” en grandes bloques habitacionales construidos ex profesamente para alejarlos del resto.
El nuestro es un mundo poblado por tribus planetarias. Pero también por la miserable condición humana: segregar, apartar, excluir. Fue así desde el inicio de los tiempos. Y así continuará siéndolo. Perdón por la tristeza.